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Pendular ocaso

Dentro de cuatro paredes de concreto, la soledad y el aburrimiento suelen ser tentaciones agradables para los demonios. Cristian Púgens no se hallaba exento de esas percepciones, ni de los vórtices autodestructivos que previamente se habían instalado en su vida o, siquiera, de esas lóbregas cavilaciones propias de la gente afligida sin razón o dolor aparente. Mientras hundía sin firmeza un cigarrillo encendido sobre el ya rebosante cenicero, Cristian meditaba sobre la posibilidad de que aquello era una sensación harto normal para los apartados o indeseables, sobre todo durante un sábado a la noche, momento que sin dudas pertenecía a la alegría, la diversión y a toda la gama de inhibidores disponibles en el mercado.

Escuchó las voces de las vecinas, altas y agudas, penetrando a través de la ventana, y un timbre más grave, casi masculino, perdiéndose en ese océano plagado de sirenas y zalamerías. Afortunado, pensó Cristian, el hombre rodeado de lisonja y cuerpos de cordero. Pronto, la veleidad de salir se convirtió en una urgencia natural y comenzó a vestirse; su guardarropas no dejaba lugar a la imaginación y debió conformarse con un estilo que correspondía tanto más a un político suizo que a un joven próximo a tocar los treinta. Requería de desodorante, eso sí. La noche era fresca y por tanto escogió una remera de manga larga, no sin antes deshacerse de las muñequeras. A tiempo que ponía el primer pie sobre la vereda, pudo atender una combinación de sonidos, líricos y musicales, reverberando entre los esqueléticos edificios del barrio, cuya popular inmigración, a la vez inusitada y molesta, cambió con celeridad la fisonomía del vecindario desplazando a las casas bajas y, en su interior, al rústico esnobismo que las habitaba. 

Enfiló hacia la avenida más próxima, desde donde parecía originarse la melódica incitación a la curiosidad. Sobre la calle transversal, que desembocaba en la avenida, observó a un cocinero de origen asiático retirándose del local de comidas japonesas, en tanto empuñaba un enorme y afilado cuchillo. Tras de sí, arrastraba una bolsa de basura, creando un pegajoso rastro de salsa y condimentos. Cristian sólo se concentró en el resplandeciente cuchillo. Pasó junto a él y se encontró frente a las ruinas de un derrumbe; allí, la ávida maquinaria que preparaba el terreno para un nuevo rascacielos, cavó demasiado hondo y demasiado rápido. Se llevó consigo al establecimiento de junto y tres vidas. Cristian aún percibía el aroma a ectoplasma. Debía, sin embargo, vadear la barrera de contención que rodeaba las ruinas y así pues, bajó de la acera y caminó hacia el cruce de calles. Una multitud se desbandaba con lentitud y le impidió el paso por unos minutos. Al reanudar, se topó con cuatro policías que vigilaban la parte lateral del escenario; reparó únicamente en la virginidad y flaccidez de las armas de fuego, descansando sobre sus respectivas fundas.

Rápidamente se encontró de frente al escenario. Los músicos, los instrumentos, ya no estaban. El concierto había terminado. Pero los enormes parlantes todavía vibraban al son de una canción tanguera. Cincuenta metros más abajo, el remanente gentío armaba un círculo en desorden. Decidió unírseles. Durante el trayecto, Cristian alzó la mirada hacia el borde de una elevada azotea. Sobre el suelo del bulevar yacían, inertes, cientos de listones de papel plateado, brillando con su propia luz y ansiando de nuevo el protagonismo del espectáculo. Cristian los pisoteaba con crueldad. Sin mucha dificultad se acopló al círculo de personas, cuya función era presenciar a unas cuantas parejas —la mayoría de efigies vetustas, con cierta liviandad de espíritu— imitando ese baile que es el tango; pues el tango, creía Cristian, no es simple música, es paso aquí, paso allá, es aceleración y no velocidad, es precisión y no práctica, es sobriedad y no dispepsia. Al concluir una pieza, la muchedumbre aplaudía; Cristian se limitaba a cruzar los brazos por detrás de su torso, en pose evaluativa. Una pareja resaltaba por entre las otras: una joven y bella concurrente que, debajo de su sonrisa y ternura, latía una abigarrada sensación de lástima y deseo, junto a un señor mayor, de traje opaco y tornasolado, cuya faltriquera contenía un pañuelo blanco. Se lo notaba vigoroso, atento y, en particular, lejos del ritmo crepuscular que ensayaba el resto. De cabello canoso bien cortado, límpido y de semblante trigueño, Cristian lo encasilló dentro de la arcaica colección de dandis, extinta tras la Gran Depresión y la moda posmoderna. Un dinosaurio, como diría él, que sobrevivió al meteorito.

De súbito, una ráfaga de viento surcó la avenida, haciendo cimbrar las solapas de los trajes. Los innumerables listones de papel plateado tomaron vuelo y comenzaron a caer, en un aleteo ondulado, sobre el círculo. Tras lo cual, Cristian experimentó un mareo muy brusco, siendo testigo de cómo la muchedumbre se transformaba en un tropel, los listones en saetas, el tango en música. Logró no obstante hacer equilibrio con las rodillas flexionadas y, apoyando su brazo derecho, se afirmó lo bastante para volver a incorporarse. Una voz, calma y sibilante, le preguntó si se encontraba bien. Cristian se volteó y asintió con la cabeza; el porte del hombre lo dejó estático. Estaba sentado sobre el cordón de la vereda, con la espalda erguida e impasible frente a las personas que pasaban a su vera. El funyi ladeado hacia delante cubría casi todo su rostro a excepción de su pera y su boca, cuyas comisuras amplias y finas, permitían entrever una sonrisa que albergaba por igual confianza e incandescencia. Vestía prendas similares al señor que bailaba con la joven concurrente y, por lo demás, sobre sus muslos, reposaba un bastón de punta roma. Palmeando suave y repetidamente sobre el cordón, le indicó que tomara asiento a su lado. Cristian obedeció sin miramientos.

Así como los predicadores se inclinan sobre el atril e inhalan aire antes de iniciar su sermón, el misterioso sujeto realizó un ejercicio similar aunque, extrañamente, sin que se le exigiera perder esa demoníaca sonrisa o alterar, en los más mínimo, el curso de sus labios: ponderó la cualidad innatural de los pasos de tango con el verdadero movimiento pendular de nosotros, los seres humanos, en el cual alcanzamos nuestro punto más alto para luego declinar y llegar al más bajo; donde nuevamente nos levantamos y llegamos a otro punto alto, allí descendemos una vez más. Cristian observaba atentamente la ilustración. Sujetando una de sus muñecas, el hombre oscilaba una mano hacia un lado y el otro. El ejemplo más claro de lo innatural, según este personaje siniestro, era su hermano, el señor mayor, quien bailaba con la señorita aunque, el baile ya no era ese primer intento de puerilidad ni de sana diversión, sino un brote espontáneo de roces libidinosos que nadie parecía notar. Cristian interpeló el ejemplo tres veces: primero, el anillo de compromiso en el dedo de la joven. Segundo, las amigas de ésta que velaban ese compromiso, saldrían a defenderlo ante cualquier dificultad. Y tercero, el roce no era más que una acción inocentona, producto de la noche y alguna copa demás. No había finalizado de esclarecer la última de sus objeciones cuando, subrepticiamente, ambos se esfumaron del círculo. Mientras las amigas la buscaban, desconcertadas y hasta temerosas, el sujeto misterioso abrió finalmente sus fauces y soltó una retumbante carcajada, que acabó por sobresaltar los delicados nervios de Cristian. No es simple música, es paso aquí, paso allá, reanudó el hombre, tan distinto, tan improvisado, tan lascivo; le comentó entonces que lo vio viendo, y lo vio viendo el despegue de los listones plateados. Cristian frunció el cejo en señal de no comprender el sentido de sus palabras, mucho menos las redundancias en ellas. El funyi se ladeó aún más. Se disponía a pararse. De pie, tomó por ambos bordes el bastón y empujando la rodilla hacia delante, dobló lentamente la madera hasta oír un crujido. Aún no se ha quebrado, le indicó Cristian. El hombre ensayó un gesto macabro. Soplaba una brisa oscura y acallada. Los listones decidieron elevarse. La avenida se despejaba. Las amigas de la joven emitían murmullos sordos y ajenos. Lejanas resonancias provenían de los parlantes, sobre el escenario. Llegaban descompuestas, como si los instrumentos se fuesen disolviendo dentro de una desentonada agonía. Toda sonoridad que latía por vida, fue replegándose de los oídos de Cristian. Es el tiempo de ellos, le dijo el hombre. Es el tiempo de los listones. Y con un feroz chasquido, el bastón se partió.    

Al día siguiente, Cristian se levantó con la impresión de que la noche anterior había sido una visión apócrifa de la realidad, un espejismo derivado de las turbulentas cavernas que veneran los ermitaños como él. Incluso se convenció de ello. Se dirigió con ahínco al baño y, frente al espejo, procuró acomodarse la cabellera. Al primer paso del peine, se desprendieron minúsculas astillas. Cristian no tuvo tiempo de ver. Una fuerte comezón le invadió las fosas nasales y, como las máquinas de construcción que retuercen la tierra con sus gruesas picas, Cristian hurgó violentamente su nariz hasta hallar la causa de su molestia. Tiró de ella y atisbó, entre sus dedos llenos de sangre, un listón plateado de papel, cuya longitud se extendía desde la base de su estómago hasta el interior de su nariz. Tiró nuevamente, esta vez con ambas manos, y le salió otro pedazo. Preso de una apaciguada desesperación, lo estiró una y mil veces más, la mano derecha sobre la izquierda, después la izquierda sobre la derecha, en cada ocasión empeñando más fuerza a la que precedía a punto tal que, tras horas y horas de lucha, el listón tuvo la antojadiza obsecuencia de cortarse. Una parte de éste quedó colgando y Cristian, siempre frente al espejo, no se resistió a la idea de compararlo con un largo y gelatinoso moco. Por primera vez en años, pensó en su imagen. El atardecer, en travesía hacia el ocaso, le dio la bienvenida a las vecinas, a quienes Cristian atribuyó un domingo fructífero y de sexualidad satisfecha pero, eso no lo hizo sentir mejor, antes aún le recordó que mañana debía ir a trabajar y no podía presentarse, argüía él, con esa mucosidad plateada pendiéndole de las narices. Corrió hacia la cocina, abrió uno de los cajones de la mesada y cogió una tijera. Realizó dos cortes: uno provisorio, cerca de la nariz y el otro, cuidadosamente, más adentro. En unos segundos se sentiría como un estúpido por no haberlo pensado con anterioridad. Mañana iría al médico y, de seguro, le recetaría algún antigripal. Echó los papeles al cesto de la basura, limpió la sangre del suelo utilizando un trapo embebido en detergente y, cuando hubo concluido, cayó en la cuenta de que era de madrugada, tras lo cual se acostó sobre la cama con la firme intención de dormir. La comezón pareció ceder y Cristian, revigorizado, pasó la noche sin incidentes.

A todos les extrañó su semblante risueño del lunes a la mañana; a su jefe ataviado de bruñida tecnología; a la secretaria de tacos altos, mediocre idiosincrasia y bajos apetitos por el joven que manejaba las cajas de cartón; a sus iguales, los rasos, a quienes Cristian confería una peyorativa rutina, cargada de vicios, y a través de los cuales la existencia, indignada, se estacionaba en las mesetas tan propias de la mezquindad. Fue suficiente un simple estornudo (un capricho de la mente) y la nariz de Cristian despidió un listón plateado que viboreó entre sus colegas, los muebles, las cajas y todo aquello que estuviera en el depósito. La algarabía fue grande: la mayoría luchaba por quitarse los papeles de encima, los otros observaban la escena con asco, la secretaria se había desmayado. De súbito, el silencio se ciñó sobre ellos, y las miradas de extrañamiento del principio se convirtieron en réprobas, desdeñosas y, peor aún, de soslayo. La ambulancia arribó al lugar para atender a la secretaria y Cristian comprendió, antes de que los curiosos poblaran los alrededores, que debía volver a su idea original. Le presentó su renuncia al jefe y se retiró con el rostro cubierto de pensamientos.

 

Ante la acalorada protesta de sus familiares, la policía allanó el domicilio de Cristian Púgens. Nadie supo con certeza cuántos días habían pasado desde que alguien notara su ausencia. Los agentes que derribaron la puerta declararon su consternación al encontrar el apartamento abarrotado de cintas de color plateado. Hallaron bajas las persianas. Un enredado aroma de olivo y madera enmohecida impregnaba cada habitáculo. Varios testigos se presentaron voluntariamente. Las vecinas relataron a los oficiales un bizarro episodio que involucraba un fallido intento de suicidio, un arma de fuego dentro de su boca, un disparo y una punta de revólver expulsando un pedazo angosto de papel. Aseguraron presenciar a Cristian gatillar repetidamente con el mismo resultado aunque, después de interrogarlas, no sin alguna mirada indiscreta, no pudieron recordar el paradero del arma. La segunda testigo, una anciana de gafas grandes que vivía a pocas cuadras de allí, contó una historia de similares ribetes. Un joven, como de la edad de Cristian, sentado sobre el cordón de su esquina, cabizbajo y un tanto exaltado, manipulaba un cuchillo de cocina sobre sus muñecas. La señora juró, y no por la tumba de su madre, que del corte manaba una especie de sangre brillante como la luz. No hubo, sin embargo, miradas indiscretas hacia ella. El último testigo, un masculino de unos cincuenta años, de actitud desenvuelta y que empleaba un bastón, informó a la policía que, de hecho, él cruzó un extenso diálogo con la víctima unas semanas atrás. Poco tiempo después, durante una de sus caminatas diurnas sobre la avenida, a las cuales consideraba terapéuticas, descubrió a un individuo sobre la azotea de un edificio. Lo vio arrojarse y caer encima de una enorme pila de papelillos plateados. Ileso, Cristian lo reconoció desde la vereda opuesta y, corriendo hacia él, comenzó a cuestionarle entre gritos por qué era incapaz de quitarse la vida, de no llorar al escribir las cartas, de quemarlas al escribirlas, de comerlas al quemarlas. El testigo respondió, según el testimonio, que para todo existe un precio, que el mero acto de pensar era también un fallido intento de suicidio. Encogiéndose de hombros, los oficiales consignaron cada una de las deposiciones.

El capitán, sin evidencia para investigar un posible secuestro, archivó la causa de Cristian Púgens como «Persona Perdida», guardándose las sospechas, por supuesto, del tercer testigo.

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